Un pensador olvidado


Un pensador olvidado
agosto de 2015
El darwinismo social es un pensamiento muy transitado por las ciencias sociales, criticado tanto desde las izquierdas internacionalistas como desde los tercerismos populistas. También lo cuestiona la doctrina social de la iglesia católica, que de paso obtiene así una tardía y pequeña revancha sobre el naturalista inglés, aunque sea sobre la interpretación torcida e interesada que hace de su teoría el mercantilismo capitalista.
La pretensión de justificar la eliminación de la competencia, fomentar monopolios, apelar a la guerra, al espionaje, al bloqueo o la extorsión para reinar en la apropiación de la plusvalía proletaria, encontró en aquella elaboración político cultural –el darwinismo social- una justificación o excusación moral para su preeminencia bélico-comercial. La supervivencia del más apto a través de la selección natural y la eliminación del más débil resulta buena excusa para naturalizar la crueldad con el prójimo, crueldad que se despoja así de connotaciones morales y deviene ciencia exacta, ley natural del universo ante la que no cabe la indignación ni el juicio ético. Pobres y ricos hubo siempre, al igual que presas y predadores.
Esa doctrina fue sustituyendo a la que se exhibió como justificación primera para el asalto de Europa al resto del mundo: un cristianismo civilizatorio impuesto a sangre y fuego. Puede alegarse que aquello no era cristianismo, o que el cristianismo no era solamente aquello; pero la escena de Cajamarca con el fraile Valverde, Francisco Pizarro y el pobre Inca Atahualpa nos dice sin atenuantes que para mucha gente y por mucho tiempo fue sobre todo pretexto, engaño y coartada para la dominación.
La medicina, la ciencia y la tecnología occidentales cimentaron el prestigio europeo, prestigio sin el cual es insuficiente toda explicación de sus conquistas. En la medida en que el iluminismo y la razón se fueron abriendo espacio en Occidente sobre la cosmovisión religiosa, aparecieron explicaciones racionales y científicas demostrando que los pobres han de padecer las injusticias del mundo sin siquiera aguardar un destino mejor en el reino de los cielos. La explotación del hombre por el hombre encontró argumentos y soporte en los textos de Malthus, Ricardo y Adam Smith.
Más tarde, consagrado el prestigio de las ciencias naturales y superadas las resistencias que encontró la teoría de la evolución de las especies, se produjo su traslado hacia las ciencias sociales y su aprovechamiento justificador, resignificación del homo homini lupus por la ciencia económica mercantil. Charles Dickens y Charles Marx jalonan el vasto campo de impugnación hacia estas concepciones insolidarias.
Hay otro aspecto de los usos indebidos de Darwin no tan abordado por el pensamiento académico, y es el que apunta a naturalizar no ya la injusticia social dentro de una comunidad sino la dominación de una sociedad por parte de otra. Porque además de la preeminencia social del más fuerte en la sociedad, las teorías evolutivas cimentaron o dieron pie a un novedoso desarrollo teórico para otro aspecto del desprecio.
¿Qué postulan estos teóricos del fraude y la impostación? Que para las sociedades humanas vale la dinámica evolutiva que ha corrido en los últimos treinta millones de años en el mundo. La deriva de los continentes y la dinámica de las placas tectónicas configuraron, tras la fragmentación de Pangea, una enorme masa de tierra mucho más conectada que el resto, compuesta por América del Norte, Europa y Asia. Se distinguen en ella tres grandes regiones de flora y fauna. El desierto del Sahara supone una gran barrera, que aísla relativamente al África meridional; y la cordillera del Himalaya hace lo propio con el Asia sudoriental. El resto configura la región holártica, la más extensa del globo. Esas dos formidables barreras que representan las montañas más altas del planeta y el desierto más famoso, imponen cierto aislamiento a la circulación de la vida. Los seres vivos han evolucionado en forma permanente sometidos a una enorme presión competitiva durante estos treinta millones de años, en los que esas masas continentales han estado aún más conectadas que ahora, permitiendo el paso de las especies. Cualquier adaptación evolutiva que hiciera a una más eficiente se hacía sentir sobre todas con la relativa rapidez del cambio biológico.
Fuera de esa dinámica de intensa competencia quedaron las masas terrestres de Antártida, Sudamérica y Oceanía. Tenga en cuenta el lector que el istmo de Panamá es reciente y Centroamérica era hasta hace diez millones de años una miríada de islas. En ese aislamiento la flora y la fauna evolucionaron con una presión menor que en el resto del mundo.
Mamíferos como los marsupiales, los monotremas y los desdentados fueron barridos de la gran masa interconectada, pero sobrevivieron en Australia o Sudamérica. Si el avestruz, el ñandú y el casuario parecen semejantes no es porque sean parientes, sino por lo que llaman evolución convergente. Ante condiciones semejantes la respuesta de la vida es semejante también, adaptación paralela a los mismos nichos ecológicos. Como el clima modela parecido al paisaje, las condiciones modelan la vida.
Naturalistas del siglo XVIII nos dicen que todo en América del Sur es más pequeño, primitivo y débil, y ni qué hablar en Australia. El avestruz tiene más porte que nuestros ñandúes o el emú y el casuario, y ni que hablar sobre el ridículo kiwi. El león es más poderoso que el puma; y el yaguareté no puede comparar su fuerza y tamaño con el tigre, ni su agilidad y elegancia con el leopardo, ni su velocidad con el chita. Los monos sudamericanos son risueñas criaturas comparados con el gorila, el orangután y el chimpancé; el yacaré es caricatura famélica del cocodrilo; el tapir nada tiene que hacer frente al elefante; llamas y vicuñas son parientes pobres de camellos y dromedarios.
Y en Australia hallamos una fauna que es el colmo del atraso, donde reinan los marsupiales que no paren completos a sus hijos; y donde sobreviven reliquias como equidnas y ornitorrincos, mamíferos que todavía ponen huevos. Aislados por tanto tiempo, ajenos a la dinámica benéfica del mercado libre, perdón, de la competencia y la selección natural, la evolución se estanca. Y esos paraísos artificiales sufren catástrofes ecológicas cuando desembarcan las especies más perfeccionadas. La preeminencia de los europeos occidentales, entonces, está biológicamente justificada.
Nuestro Florentino Ameghino, a fines del siglo XIX e imbuido de aquella ciencia natural, encontró huesos que sometidos a su análisis venían a probar que, contra todo lo que se postulaba, el hombre se había originado en estas pampas y no en las sabanas africanas de oriente. Lo atacaron y se burlaron de él como a herético cacique tehuelche. Quedó reducido a un bien intencionado pero chapucero profeta de la Ciencia en el Plata, como esos nuevos ricos extravagantes que querían construir Europa por estos arrabales.
Los mecanismos culturales de construcción de prestigio consagraron aquellas concepciones para justificar sus catecismos económicos. El pensamiento social del siglo XX refutó las teorías librecambistas y floreció el debate crítico de impugnación en todas las disciplinas de las ciencias sociales. Sin embargo pocos se atrevieron a llevar la ofensiva cultural al terreno propio de las ciencias exactas y naturales.
Por eso merece rescatarse la memoria de los audaces que, por intentarlo, sufrieron el ostracismo académico, el aislamiento y el olvido de sus colegas. Y más todavía si se trata de un compatriota. Nos referimos por supuesto a Florentino Lidenbrock Zapata, naturalista, geólogo y antropólogo entrerriano de origen alemán nacido el 16 de octubre 1899 en las inmediaciones de Hernandarias.
Su padre llegó al norte santafesino contratado como médico por La Forestal, en aquel tiempo de capitales teutones. Su tío abuelo era nada menos que el famosísimo profesor de mineralogía Otto Lidenbrock de Hamburgo. La tradición familiar dice que huía de la policía secreta del Káiser, y que temeroso de que lo hubieran seguido hasta Calchaquí decidió cruzar a la costa entrerriana donde conoció a la madre de nuestro hombre, criolla del lugar. El nombre del niño sugiere fuerte arraigo de las teorías de Ameghino.
En 1914 el médico regresa a Alemania con su familia para colaborar con el esfuerzo bélico germano. En sus memorias Lidenbrock Zapata resalta de sus años en el Paraná las tardes en las barrancas contemplando las canteras de cal, las recorridas por el arroyo Las Conchas buscando caracoles fósiles, la voracidad de loros y cotorras sobre los maizales, la habilidad de las comadrejas para robar pollitos del gallinero familiar y las hormigas infinitas. También la influencia civilizadora de la Escuela Normal de Paraná en sus años de esplendor, donde el joven recoge las influencias de Florentino Ameghino y se impregna de sus errores sobre la antigüedad del hombre americano.
El fin de la guerra lo encuentra junto a Rosa Luxemburgo en la revolución de 1919, y tras su fracaso huye y se vincula a núcleos intelectuales de izquierda radical en Berlín, doctorándose en ciencias naturales en la Universidad Humboldt.
A mediados de los años 20, mientras adoctrina obreros en el puerto, contempla, surgiendo de un cargamento de bananas de Ecuador, aterida de frío, una pareja de zarigüeyas (didelphis marsupialis) que escapa de los celosos oficiales aduaneros y se pierde en la ciudad de Hamburgo. Se trata del marsupial que sorprendió a los Reyes Católicos tras el viaje de Colón, el que ilustró Sybilla Merian en el siglo XVIII, el ladrón de gallinas de su adolescencia litoral. Como Darwin en Galápagos, Lidenbrock Zapata tiene entonces su inspiración, se define como naturalista militante y se impone una misión: forjar una doctrina antimperialista de las ciencias naturales. Lidenbrock, más Zapata que nunca, se propone demostrar al mundo que la dinámica evolutiva, la tectónica de placas y la selección natural no condenan a las razas ni a los pueblos de lo que todavía no se llamaba el tercer mundo. La zarigüeya, postula, es un predador marsupial que no sólo resiste en Sudamérica la presión competitiva de los mamíferos placentarios, sino que cruzando hacia el norte por el istmo de Panamá ha invadido Norteamérica, resiste la persecución de los farmers yanquis y ahora ataca Europa.
Se dedica a observar la naturaleza y la migración de especies con método y paciencia alemanas, concentrándose en aves y mamíferos. Da la vuelta al mundo y viaja a Java, Borneo, Australia, Galápagos, Ecuador y Guatemala. Tras diez años de estudios da al mundo su primera obra: La comadreja overa: un luchador antiimperialista. Lamentablemente la obra pasa desapercibida en Alemania por el surgimiento del nazismo, la persecución a las izquierdas, la vorágine de la Segunda Guerra Mundial y por la piel oscura y cierto aspecto retacón de Lidenbrock Zapata.
Concluida la guerra y tras viajar por toda Europa descubre que desde España se expande por el Mediterráneo un himenóptero que le recuerda sus tardes bajo los ceibales. Sus biógrafos afirman que en contacto con el comunismo italiano conoce a Ítalo Calvino, a quien inspira su obra La hormiga argentina. Hoy, a sesenta años de aquella publicación, naturalistas y estudiosos de la conducta animal han escrito cientos de tesis sobre estas colonias de insectos, su organización solidaria, su falta de agresividad, su tendencia a la cooperación. Hubiesen sorprendido a Calvino y llenado de orgullo y satisfacción a Lidenbrock Zapata.
En septiembre de 1962, mientras la atención mundial se centra en Cuba y la Crisis de los Misiles, pasa desapercibido otro de sus estudios. Enviado a España como contacto y apoyo a la izquierda mientras el franquismo urde el proceso contra Julián Grimau, Lidenbrock Zapata observa otro fenómeno. En el tórrido verano madrileño, mientras simula deleitarse con jamón ibérico para encubrir una reunión con dirigentes comunistas en un bar del Parque del Retiro, oye un sonido que lo vuelve a su niñez entrerriana: una bandada de psitácidos rioplatenses que ha hecho suyas las copas de los árboles ante la impotencia de la Guardia Civil. La cotorra gris argentina se expande en los cielos bajos de Madrid y otras ciudades peninsulares. Venganza tercermundista por la invasión de perros, vacas y caballos que infestaron las pampas argentinas, dice en su monografía. En ese trabajo, Las loras de Las Conchas a la madre patria, postula que el ocaso europeo es inevitable y que así como han llegado las cotorras en las próximas décadas caerá sobre el viejo continente una avalancha imparable de inmigrantes desde sus antiguas colonias.
Seducido por la revolución cubana da por demostrada su teoría de la isotropía de la propagación de las especies y busca acercarse a Guevara, a quien visualiza como un indicador exitoso de sus postulados. La muerte lo sorprende en los preparativos del viaje. Seguramente hubiese ratificado sus puntos de vista de haber asistido a la consagración como mito global de Diego Maradona, la entronización de la Reina de Holanda y la llegada a la Silla de Pedro de Francisco, argentino de apellido italiano, jesuita en el clero secular, probablemente por el de Asís pero quizás, también, por el de Borja.

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