Asterix, utopía y tercer mundo


diciembre de 1990
Asterix, utopía y tercer mundo
George Orwell escribió su novela 1984 en el año 1948, en la posguerra inmediata y tras el horror que significaron para la izquierda inglesa y occidental el surgimiento del nazismo y la consolidación del stalinismo. La consolidación del stalinismo implicaba el fin de la utopía, la muerte del socialismo.
En “Rebelión en la granja” (1945) Orwell ya había realizado una crítica al stalinismo y a la deformación de la revolución rusa, pero en 1984 la crítica es mucho más global y profunda.
Tres grandes países existen en el mundo en guerra permanente: Asia del este (Estasia), Eurasia y Oceanía (América más Inglaterra). En INGSOC (Inglaterra Socialista) gobierna el partido único bajo el mando del Hermano Grande (en quien adivinamos el rostro de Hitler, de Stalin, de todo dictador moderno).
Los habitantes de INGSOC han perdido toda libertad y autonomía. La vida se halla íntegramente ordenada al interés de la colectividad; pero ese interés es determinado por el Partido Único y el Hermano Grande. Esto es posible porque en ese 1984 que queda en el futuro las técnicas para gobernar la conducta humana han avanzado como para permitirlo.
La historia relata cómo Winston Smith va tomando conciencia. Cada vez se siente más oprimido. En su casa, al salir del trabajo agotador, es vigilado  por varias cámaras de TV. Por vivir en una casa vieja y poco confortable, mal construida, tiene un rincón que no es captado totalmente y desde todos los ángulos por las cámaras. Pone ahí un sillón grande, se  sienta hecho un ovillo, y la cámara sólo toma el respaldo del sillón. Ésa es su libertad, ahí lee y reflexiona. Las calles y el campo están también vigilados.
Winston trabaja en el Ministerio de la Verdad. En ese ministerio reescriben la historia todos los días, cotidianamente rehacen los periódicos viejos. Oceanía, en guerra desde siempre con Eurasia y desde siempre amiga de Estasia, ataca Estasia y hace alianza con Eurasia.  El  Ministerio de la Verdad interviene, y nunca Oceanía estuvo en guerra con Eurasia, siempre se mataron con Estasia.
Winston está disconforme. El “doble pensar”, una especie de autocensura exasperante, va convenciéndolo cada vez menos. Comienza a conspirar. Un empleado del ministerio le pasa volantes contra el gobierno. ¡Es de la resistencia!  Winston se suma y participa cada vez más. Pero, finalmente, descubre que lo  han hecho caer en una trampa. La resistencia no es tal. El empleado no es un conspirador sino un agente del gobierno. Lo veían trabajar a  desgano, lo probaron, pisó el palito.
Le explican “la vida la dominamos nosotros en todos  sus aspectos. Usted cree que existe la naturaleza humana, que acabará por reaccionar contra nosotros al ser vulnerada en sus leyes. Pero la “naturaleza humana” la creamos nosotros. El hombre es un ser infinitamente maleable. Si usted cree ser un hombre, Winston, considérese el último ejemplar de la especie. A esa especie la hemos sucedido nosotros.” La naturaleza humana la creamos nosotros …. terrible aserto.
¿Hay una constante invariable desde el homínido primitivo hasta el hombre de nuestros días, más allá de cambios culturales y avances tecnológicos?  ¿O éstos nos han cambiado, y seguirán cambiando, como para que la naturaleza humana no sea más que una frase gastada, remanente de tiempos en que no se había reparado lo suficiente en la técnica y la esencia de la historia? Telemática, biotecnología y manipulación genética exigen reflexionar sobre su impacto en la política. ¿Serán nuestras ciudades hormigueros cuadriculados de  mamíferos sociales automatizados?
Antes de caer en la  desesperanza Winston Smith se repite: “La única esperanza está en los proles” (los proletarios, los que nada tienen). Torturado por meses es derrotado por completo. Llora el día que lo liberan y vuelve al trabajo, al ver los afiches omnipresentes del odiado dictador. ¡¡Amaba al Hermano Grande!!
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Si 1984 respira en la atmósfera del nazismo recientemente derrotado y del régimen burocrático soviético emergente como potencia mundial, otras  obras encaran desde otra  perspectiva la descripción de ese progreso horroroso, de esa utopía negativa, de esa dictadura omnipresente y eterna.
En 1931, 17 años antes de “1984”, Aldous Huxley escribe Un mundo feliz. En Un mundo Feliz no serán la tortura y la policía quienes construirán el consenso que necesita la  élite gobernante para perpetuarse. El consenso  se logra por manipulación genética. En  el siglo VI después de Ford los chicos nacen de probeta, diseñados de acuerdo a su rol en la sociedad. ¿Se necesitan obreros para meterse en turbinas de 1.40m de altura? Se fabrican enanos medio tontos. Gobernantes, científicos, obreros: se los fabrica a medida y se los educa por hipnosis durante el sueño para que recelen entre ellos y crean que lo que cada uno hace es lo mejor  y más  importante. La idea del hormiguero aparece aquí con mayor nitidez. No hay represión porque no hay qué reprimir.
El deseo se prefigura genéticamente, y esto se refuerza por educación inconsciente. La libertad sexual sirve de escape para lo poco que queda.
Los científicos más encumbrados pueden visitar, si quieren, algo peligrosísimo. En un  remoto lugar de Nuevo Méjico existe una reserva de salvajes. Los salvajes, celosamente custodiados, paren a sus hijos; son humanos como los que conocemos hoy. Un salvaje es llevado a la civilización y –de puro salvaje- termina ahorcándose.
El hormiguero funciona manipulando el deseo. 1931.
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Otras dos novelas –Farenheit 451, de Ray Bradbury, y Mercaderes del espacio, de Pohl y Kornbluth, clásicos de la ciencia ficción yanqui de mediados de los 50- nos traen dos visiones más de la pesadilla futurista. Las norteamericanas son, si se quiere, menos pesimistas que las inglesas.
En Farenheit 451 el personaje es un bombero. Como las casas  ya no se incendian, los bomberos están encargados de quemar libros. La TV adormece a la gente. El bombero se encuentra disconforme. Roba y lee algunos libros, es descubierto y perseguido infinitamente. Descubre el amor y la naturaleza, así como una historia de la que ya se había olvidado. Se vincula a la resistencia, que memoriza libros para algún día reescribirlos, y huyen al campo. No ven salidas pero las intuyen. La guerra atómica destruye las ciudades y pueden intentar el regreso. El régimen cae por sus excesos y locura.  Se desploma. No lo tumban.
En Mercaderes del espacio un mundo empobrecido es  manejado por dos multinacionales de la publicidad que guerrean entre sí con procedimientos mafiosos y manejan  los gobiernos descaradamente.
El personaje, miembro del directorio de una de las compañías, joven brillante en ascenso, es  apartado en un golpe palaciego y enviado a Centroamérica como obrero. Conoce ahí a los terroristas de la resistencia. Logra retornar trabajando para ellos y roban un proyecto de colonización de Venus, a donde huyen todos los opositores para refundar la humanidad. Atrás queda la Tierra, bien que con ecos del Mayflower abandonando Inglaterra hacia los futuros EEUU.
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Otras novelas y películas anglosajonas nos remiten a la utopía  horrorosa.
Es posible encontrar un nexo entre La  naranja mecánica (Kubrick, EEUU); The wall (Alan Parker, EEUU-Inglaterra, 1982) y Brazil (Terry Gilliam, EEUU-Inglaterra, 1985). También 2001: odisea del espacio (Kubrick-Clarke, EEUU-Inglaterra) nos remite a una sociedad trivial, manipulada por el consumismo y gobernada por la razón tecnológica.
Muy anteriores, en la época del cine mudo, dos películas describen con horror el futuro: Tiempos modernos (Chaplin, EEUU, 1936) y Metrópolis (Fritz Lang, Alemania  pre nazi, 1927). Ambas marcan el riesgo del descontrol, el enajenamiento y la autonomía del monstruo tecnológico. La cinta transportadora de la planta en que Carlitos trabaja con tuercas, el robot de Metrópolis y la computadora HAL9000 de 2001: odisea del espacio, remiten a Frankenstein desencadenado (Mary Shelley/Brian Adiss).
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Todas esas visiones coinciden en que esa extrapolación del presente, capitalista liberal o colectivista burocrático, es horrorosa. Tal vez inevitable, pero indeseable.
Marcuse lo  expresará no en el arte sino en la filosofía, lo racionalizará. Marcuse, uno de los ideólogos del Mayo Francés del 68, nos plantea en El hombre unidimensional (1964) el carácter totalitario de las sociedades industrializadas; la tolerancia y la  aceptación que han obtenido de aquellas clases sociales perjudicadas por ”el sistema” y, en consecuencia, la imposibilidad de toda perspectiva de cambio revolucionario.
Las contradicciones del capitalismo siguen existiendo, aunque enmascaradas. La lógica de la  dominación del capital permanece intacta, pero el sistema ha segregado una ideología que consigue  un ocultamiento de las causas reales de la  dominación.
La manipulación y el control de las formas  del deseo en cada individuo precondiciona los contenidos de la conciencia. La posibilidad de un pensamiento crítico está cerrada por una razón tecnológica que sostiene la supuesta racionalidad de una realidad irracional, a todas luces injusta.
La filosofía, el individuo, la sociedad, calcan el discurso de las ciencias sin preguntarse sobre las implicancias sociales de tal discurso.
“La lucha por una solución ha sobrepasado las formas tradicionales. Las tendencias totalitarias de la sociedad unidimensional hacen ineficaces las formas y los medios de protesta tradicionales, quizás, incluso peligrosos, porque preservan la ilusión de soberanía popular.”
Marcuse recela lúcida y desesperadamente de esa astuta e infinita integración que el sistema hace de todo aquello que se le opone. Lúcidamente porque percibe la injusticia esencial, así como la fortaleza del sistema. Desesperadamente, porque su esperanza no ve caminos viables concretos e inmediatos.
Pero busca  salidas. Donde ve quelas cosas no  encajan, pone  su esperanza. Y nos dice: “bajo la base popular conservadora se encuentra el sustrato de los proscriptos y los extraños, los explotados y los perseguidos de todas razas y de otros colores, los sin trabajo y los que no  pueden ser empleados. Ellos existen fuera del proceso democrático;  su vida es la necesidad más inmediata y la más real para poner fin a instituciones y condiciones intolerables. Así, su oposición es revolucionaria aún si su conciencia no lo es. Su oposición golpea al sistema desde el exterior y por tanto no es derrotada por el  sistema; es una fuerza elemental que viola las reglas del juego y,  al hacerlo, lo revela como una partida trucada.
Cuando se reúnen y salen a la calle sin armas, sin protección, para pedir por los derechos civiles más primitivos, saben que tienen que enfrentar perros, piedras, bombas la cárcel, los campos de concentración, incluso la muerte. Su fuerza está detrás de toda manifestación política a favor de las víctimas de la ley y el orden. El hecho de que hayan empezado a negarse a jugar el juego puede ser hecho que señale el principio del fin de un período.
Nada permite suponer que sea un buen fin. Las capacidades económicas y técnicas de las sociedades establecidas son suficientemente grandes para permitir ajustes y concesiones a los parias, y las fuerzas armadas están suficientemente entrenadas y equipadas para ocuparse de las  situaciones  de emergencia.
Sin embargo, el espectro está ahí otra vez, dentro y fuera de las fronteras de las sociedades avanzadas.”
Supone así que a pesar de todo existen nuevas alternativas. Y termina: “Sólo gracias a aquellos  sin esperanza nos  es dada la esperanza”.
¡Cómo recuerda esto a la frase depositaria de la esperanza del Orwell de 1984!
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Desde la Guerra del Petróleo del ‘73 el Occidente Capitalista reacciona ante sus cuestionadores. Ese resto, esa fortaleza que Marcuse decía que le quedaba, se pone  en juego. Muchas revoluciones son aplastadas. La tecnología es instrumentada para reafirmar el orden establecido. Muchas derrotas y muchos fracasos sufren el proletariado y los cuestionadores del centro. Muchos fracasos y muchas derrotas jalonan el tercer mundo de la periferia.
A través de las deudas externas, los EEUU absorben recursos del tercer mundo para pagar el aumento del petróleo de 1973 y financiar la guerra de las galaxias, con la que busca quebrar a su enemigo de la guerra fría, el imperio soviético.
En medio de esto algunos levantan la voz. Irán. Nicaragua.  Molestan, y aunque no logran ser derribados, se los neutraliza, se los absorbe, se los acota y limita.
Entonces, un buen día, los rusos, los malos desde que los alemanes  y los japoneses perdieran la guerra y se convirtieran de militaristas crueles en trabajadores milagrosos, los rusos, gordos y feos, pelados y perversos, se hicieron civilizados, ungieron a Gorbachov en jefe y acordaron la distensión.
En Malta actualizaron los acuerdos de Yalta. A la semana, Panamá, protestona,  fue invadida bárbaramente. Rumania por la violencia y todos los países del este europeo de manera más o menos pacífica, se democratizaron.
El comunismo, según el vocinglero coro liberal que padecemos, cae y muere de muerte violenta. De una vez  y para siempre desaparece de la faz de la tierra.
Claro que quedan algunos prehistóricos. Castro, Khadafi, Irán. También los sandinistas, pero pierden las elecciones. Lula, pero por suerte gana Collor de Melo. ¡Los peronistas!, pero estos rápidamente se adaptan de la mano de un hombre providencial, travestismo modernizante de por medio.
Asistimos al fin de las ideologías, como postula Fukuyama, yanqui  de origen japonés que trabaja en el Departamento de Colonias de los EEUU.
El fin de  las ideologías remacha la idea  de la utopía horrorosa, de la dictadura manipuladora permanente y global. Pero . . .  lo hace desde el otro lado del mostrador. Como se lo postula desde la élite entronizada que quiere perpetuarse, se pinta a este futuro eternamente igual a un presente calamitoso como la panacea largamente buscada, la solución final a una larga historia humana de guerras y conflictos.
Claro . . . tal vez sea un poco aburrido. Se darán, eso sí, algunas batallitas de los poderosos por los mercados, pero civilizadamente, sin grietas  para aprovechar por tercerismos oportunistas.
Este orden es inevitable. No más guerras. Sólo una ideología: el liberalismo. Sólo una forma de gobierno: el parlamentarismo. Y al que no, represión.
Porque ¿quién puede oponerse a todas las potencias juntas? ¿Los chinos? No, quieren tecnología para solucionar sus problemas y por proveérsela se quedarán callados.
Fin de las ideologías. Imposibilidad revolucionaria. Intuición de otros caminos.
Todos esos filmes y novelas nos plantean héroes (o víctimas)  y salidas individuales.
Recordemos, antes de pasar a una historieta de Francia, país bloqueador de Irak en el conflicto del Golfo Pérsico, una muy interesante historieta argentina: El eternauta (Oesterheld, 1957).
La pesadilla de El eternauta: una invasión extraterrestre comienza con una nevada contaminante que mata todo ser vivo. ¡La guerra química, tan en boga en el Golfo! Arma ideal del capitalismo, como la bomba de neutrones, que elimina la vida y respeta las riquezas. El traje del eternauta nos recuerda esos uniformes en que vemos a los soldados  yanquis. Pero la salida de los argentinos de la historieta es colectiva, no individual. Resabio de las ideologías socializantes y humanistas.
Volviendo a Orwell, en su novela Rebelión en la granja criticaba a la URSS y preanunciaba que su conducción terminaría acordando con las potencias capitalistas. En la fábula, los cerdos, que habían acaudillado a todos los animales en su rebelión  contra el granjero humano, tras expulsar a uno de los chanchos muy parecido a Trosky, terminan cenando con los granjeros vecinos. Su rostro, cada vez más humano, no  puede ya distinguirse de éstos. Pero a esa distensión Orwell la veía mal, y no bien. La veía mal porque era la deserción de la arremetida anticapitalista.
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¿Fin de las ideologías? ¿Pax romana?
¿Recuerdan  el comienzo de cada aventura de Asterix?   Las legiones romanas han impuesto su dominio sobre todo el mundo del Mediterráneo. Sobre los ejércitos de Roma descansa su pax romana. Hispania, Cartago, Grecia, Egipto, Britania, todos caen ante Roma. Las Galias son avasalladas. Vercingetorix es derrotado por César. Nadie resiste. ¿Nadie? Una lupa  nos muestra un cuadrito del mapa. En una pequeña aldea al norte de Galia un puñado de galos –bárbaros-, gracias a una poción mágica que les da fuerza, resiste exitosamente al invasor.
¿Fin de las ideologías? Saddam Hussein e Irak, gracias a esa negra poción mágica del petróleo, ponen en vilo a Occidente. Y aunque queden dudas sobre el futuro en el Golfo, aunque no confiemos en Saddam, aunque su triunfo no presupone nuestra dicha, reconforta verificar qaue la historia es algo más complicada que lo que dice Fukuyama. Su tesis nos recuerda el clamor del  hincha cuyo equipo gana 3 a 2 a los 40 minutos del segundo tiempo: ¡la hora, réferi!
Nos dirán que nos gusta recorrer la historia a contramano. Alguien ha dicho que esto no es tan malo cuando se sospecha de quien puso las flechas y señales de tránsito.

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