Bienes culturales en guerra


Bienes culturales en guerra
Los antecedentes inmediatos de la Convención de La Haya de protección de bienes culturales se dan a fines del siglo XIX.
El tema fue adquiriendo relevancia como herramienta en el juego de las potencias de la belle époque, y se desplegó como norma internacional ante los horrores de la Segunda Guerra Mundial, cuando el desarrollo tecnológico evidenció una dinámica nueva sobre el destino de los bienes culturales en la guerra.
Los alemanes llevándose tesoros pictóricos de Italia, de París o de Rusia, entre tantos otros despojos y trofeos, fueron espejados por saqueos rusos en Alemania, que excedieron el rescate de lo robado. Pero esto no era nuevo, ya que en guerras anteriores esa práctica había sido frecuente. Los Bonaparte se habían llevado una buena colección de El Prado; y Fernando VII obsequió a Wellington parte de lo que el inglés le rescatara, que hoy se exhibe en la casa Apsley de Hyde Park.
Los museos de Londres, París y Berlín, por otra parte, se encuentran bien provistos de obras -no sólo pictóricas sino escultóricas y hasta arquitectónicas- de la antigua Mesopotamia, del Egipto faraónico y de la Grecia antigua. Hace pocos años, museos estadounidense devolvieron a Perú tesoros de los Incas.
Desde hace dos milenios Roma está plagada de piezas egipcias, y los propios romanos han superpuesto iglesias, casas y palacios unos sobre otros, bautizándolos con una cruz en la cúspide, y muchas veces construyendo templos nuevos con las piedras de los antiguos. La práctica del despojo no es nueva, y sí es nuevo que la humanidad procure disminuir los efectos destructivos sobre su patrimonio cultural, respetar sus orígenes y dueños, evitar el tráfico ilegal de piezas.
La idea de la guerra parece vinculada y tener su capítulo en la lucha por el patrimonio cultural y el trato que se les brinda.
Hay una leyenda negra que se ha aplicado a variados enemigos. Muchos cristianos adjudican a los seguidores del Profeta que cuando conquistaron Alejandría dijeron sobre la biblioteca: “Quemen sus libros, que si dicen la verdad esa verdad ya está en el Corán; y si no la dicen, merecen las llamas”. Lo mismo que dijeron los franciscanos que, contrariando las órdenes del Rey Felipe II de España, quemaron los códices mayas. Lo que denota que no siempre el vencedor procura capturar el patrimonio de los vencidos y administrarlo con fines iguales o distintos.
Hay guerras y guerras, y en la Segunda Mundial se combinaron diferentes criterios, ya que además de la puja entre potencias imperialistas se desplegó una guerra que en ocasiones fue ideológica –liberalismo, fascismo, comunismo-, y en otras de liberación nacional o anti-imperialista (China).
La lucha entre los griegos no era de exterminio religioso o ideológico. Se trataba de una guerra perpetua entre enemigos que eran enemigos hoy pero mañana podían establecer relaciones de alianza o vasallaje. 
El vencido tenía utilidad como esclavo, y a veces podía recuperar su libertad. El esclavo, como bien económico, herramienta o factor de producción, era un bien cuya apropiación tenía un sentido claro y evidente. Adueñarse de las riquezas del vencido era también un justificativo para la guerra; ya se tratara de riquezas acumuladas en forma de oro, plata, recursos naturales ya extraídos y trabajados, grano almacenado u obras de arte profano o religioso. 
La guerra era recurrente, intermitente, cambiante en cuanto a los enemigos. Esos enemigos eran, además y en general, pueblos de una misma cultura. No fue así cuando lucharon contra los persas, pero ellos –los griegos- eran en última instancia un pueblo periférico a las culturas mesopotámicas y egipcias, que no les eran ajenas.
Los judíos bíblicos del Pentateuco, en cambio, tenían muy en claro la necesidad de exterminar a los cananeos y a los filisteos. A eso concurre la construcción de su dios, o bien fue su Dios quien los inspiró y se los ordenó.
Esos judíos del Viejo Testamento tenían también esclavos, aunque los liberaban cada siete años. Eran un pueblo guerrero aunque ensayaran explicaciones en contrario, y tenían diferente criterio sobre la guerra. No les interesaba tomar esclavos ni botín. Sus sacerdotes condenaban su captura o su robo con argumentos que suenan a virtud y desapego por la riqueza, pero que en realidad señalan que no les interesaba asimilarlos, reciclarlos, resignificarlos ni reducirlos. Buscaban exterminarlos y destruir vestigios culturales, porque Dios les había prometido una tierra ocupada por otros, o porque su necesidad y ambición de ocupar esa tierra les llevaba a configurar de ese modo a su dios. 
Repudiaban a los propios judíos que adoraran dioses de sus vecinos, porque ése era el primer movimiento para integrarse y asmilarse. Que lo diga, si no, el becerro de oro. Mataban y decían matar niños y mujeres enemigos, quemando sus riquezas. La guerra es noble y dice no buscar rédito económico, sino consagrarse a Dios y ocupar la tierra prometida.
La preocupación por la preservación del patrimonio es una buena cosa, con toda la fragilidad que tenga. Quizás no sea casual que el antecedente normativo se diera en medio de un ciclo de globalización e identificación de la humanidad, como fue el estructurado en torno al ferrocarril y el barco a vapor.
Que es cosa positiva lo muestra un contraejemplo. Cuando los mismos poderes que alentaron al ISIS para molestar a unos enemigos advirtieron que el remedio era tan malo como la enfermedad, sus agencias mundiales de propaganda empezaron a mostrar y condenar lo que antes silenciaban. Y en la condena mundial confluyeron decapitaciones y degüellos con la exhibición de voladuras de ruinas arqueológicas y piezas milenarias de museo. No falta el suspicaz que sospeche que, dentro de algunos años, muchas de esas piezas dinamitadas lucirán en vitrinas de millonarios y museos primermundistas.
La preservación de bienes culturales es parte de la construcción de una memoria, y esa construcción implica también seleccionar lo que uno va a recordar, y organizar los recuerdos según un conjunto de valores. Es recomendable que nuestra memoria se organice según nuestros valores. Quien controla el pasado, controla el futuro, decían en 1984.
La memoria es dinámica y se construye un poco de olvidos. La memoria no debe ser –no puede ser- como la de Funes, el memorioso, aquél hombre medio zonzo que, al golpearse la cabeza por caerse del caballo, adquirió la facultad de recordar absolutamente todo, sin poder valorar, discriminar, ordenar lógicamente ni entender motivos sobre qué era lo que recordaba.
El rescate y la preservación de bienes culturales importan también porque llevan a preguntarnos si la reconfiguración planetaria de la memoria a la que asistimos tiene o no características homogéneas e igualitaristas.
Este ciclo de globalización por las comunicaciones electrónicas no es un ciclo que nosotros controlemos ni del que participemos equilibrada y democráticamente. Estamos siendo rearticulados desde una visión empresarial capitalista signada por la dinámica de grandes corporaciones. Mientras nosotros discutimos cómo mejorar un pequeño museo, otros están construyendo, desde otro lugar, representaciones simbólicas a ritmo vertiginoso. Hay que afrontarlo sin temor y sin agobiarnos, sin miedo pero teniendo cuidado. Debemos adoptar herramientas modernas pero con una dinámica propia, que recargue sentidos y los proyecte como un elemento más del pensamiento que queremos estructurar. 
Si no, seremos olvidados por nosotros mismos y recordaremos por otros.

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