El fin de los medios
El fin de los
medios
Nuestra
oligarquía es bicentenariamente inteligente, cínica y despiadada. Cada tanto
-en los pocos períodos en que no gobierna por sí o por delegados- promociona la
simpática idea de la concordia entre hermanos, de que no haya ni vencedores ni
vencidos, de la ancha avenida del medio. Son mentiras. Sólo lo hacen para ganar
tiempo, recuperar fuerzas y dividir al “campo popular”. Son cuentos.
Cuentos
en que cayeron López y Ramírez tras la caída del Directorio. Después de una
década de ataques a las provincias, la oligarquía unitaria acuerda con el
Portugal la entrega de la Banda Oriental para sacarse de encima a Artigas. Mientras se produce la invasión portuguesa los
porteños atacan Santa Fe y Entre Ríos. López y Ramírez triunfan en Cepeda, pero
el Protector de los Pueblos Libres es derrotado en Tacuarembó. Las tropas
federales entran a Buenos Aires, pero sus jefes, en vez de cosechar los frutos
de la victoria, arreglan por su lado con los porteños y abandonan a Artigas.
Ramírez pretexta ante su antiguo jefe cuestiones bien secundarias, y le hace la
guerra. Mansilla viaja a Entre Ríos para ayudar al Supremo Entrerriano, Artigas
es vencido y expulsado de la política del Plata. Mientras Buenos Aires, ahora
provincia, se repone, López y Ramírez se enfrentan entre ellos, y la cabeza
cortada de éste es expuesta en el Cabildo de Santa Fe. Tras un mes la tiran y
se pierde por los descampados de atrás. Ya se había perdido antes entre malas
especulaciones y falsas promesas de gloria. Mitre le pagará esta deserción
histórica, este quiebre del frente federal en el momento justo, urdiendo la
falsa leyenda del rescate de la Delfina y consagrándolo como héroe romántico en
su Historia de San Martín.
A los
seis años, reciclados en unitarios porteños, aquellos directoriales vencidos se
lanzan a la aventura rivadaviana, con su constitución oligárquica y con sus
negocios particulares de minas, de tierras y de empréstitos. Entregan en la
mesa de negociaciones lo ganado en la guerra contra el Brasil y se derrumba el
gobierno ante la reacción de las provincias, pero su inquina no tolera el
intento de Dorrego de buscar la unión nacional. Lavalle fusila a su antiguo
camarada, reprime con salvajismo y se ve cercado por el repudio popular y por
las armas federales. Llaman a la concordia, entonces, y ofrecen a San Martín el
gobierno, confiando esconderse tras su prestigio. El Libertador declina el
ofrecimiento, y explica a Guido con una frase lapidaria que ante el nivel a que
han llegado las pasiones es necesario que uno de los dos partidos desaparezca a
manos del otro. Se abre el gobierno de Rosas.
Veinte
años más tarde Urquiza se pronuncia contra el Restaurador. Alega muchas y muy justificadas
razones, pero las pone en acto justo cuando se declara una nueva guerra contra
el Brasil, que financia el alzamiento, presta su flota y contribuye con algunas
tropas. El empréstito se garantiza con las rentas del gobierno que sucediere al
de Rosas, y si no con las tierras públicas entrerrianas y correntinas. Cuesta
tanto sostener que Rosas no acumulaba desgaste, enemigos, errores y veinte años
de dilaciones por causa o pretexto de la guerra civil; como que aquel tratado entre Urquiza y los brasileros no comprometía la soberanía nacional.
Don
Justo cruza el Uruguay y tras derrotar a Oribe
proclama su “ni vencedores ni vencidos”. Tras Caseros las crueldades no
decrecen, y si bien se dicta una Constitución que contempla intereses de las
provincias, Buenos Aires se separa por una década. La oligarquía porteña acusa
a Urquiza de las mismas cosas que a Rosas, con el añadido despectivo de provinciano
que basa su poder en “trece ranchos de barbarie”. El conflicto desgasta a la
Confederación y la Argentina exhibe al mundo el vergonzoso espectáculo de un
país dividido. ¡Vaya si grieta! aquella grieta ruinosa excavada por el
sectarismo porteñista.
Urquiza
marcha otra vez contra Buenos Aires y Cepeda asiste de nuevo a una victoria
federal. La oligarquía clama por la paz pretextando hermandad, pero sólo hasta
que las tropas se retiran. Desconocen lo firmado y llevan la conspiración a las
provincias.
En ese
contexto el Presidente Derqui siente que está para más y que merece sacudirse
de la sombra que se proyecta desde Entre Ríos. No quiere que lo vean como un
Chirolita de Urquiza y empieza en tratos secretos para entenderse con Mitre,
gobernador de Buenos Aires.
El puñal
de los unitarios se descarga en San Juan,
primero sobre el gobernador Benavídez, y luego sobre el interventor Virasoro,
acuchillado en medio de su familia. El crimen lleva a Pavón y a una nueva
victoria militar de los entrerrianos; pero las intrigas conducen al acuerdo de Urquiza
con Mitre, al desplome de la Confederación y al ocaso de su Presidente. Apenas
obtenido su triunfo la oligarquía porteñista asalta con furia las provincias,
derrumba todos los gobiernos federales y nos embarca en la guerra contra el
Paraguay. El general Urquiza es asesinado por sus antiguos partidarios, que buscan
retomar el rumbo extraviado, los que a su vez son aplastados por la
intervención y el salvajismo sarmiento-mitrista.
Más
tarde, en tiempos de las peleas entre radicales y conservadores, el alvearismo
antipersonalista también resultó frustrado en malos amores.
Y en
1955 el liberalismo oligárquico no tenía fuerza suficiente para derrocar a Perón y regresarnos a la Década Infame. Como
Rosas, el peronismo arrastraba desgaste, burocratización y errores. La
oligarquía atacaba como siempre, por izquierda y por derecha, según el refrán
español de “palos porque bogamos y palos porque no bogamos”. Los diarios que en
los ’30 aplaudían la entrega del petróleo y los transportes a los ingleses,
ahora daban prensa a nacionalistas que veían peligroso el contrato con una
petrolera yanqui, La California. Y aunque el contrato fue rechazado por el
Congreso, el mismo Congreso al que esa prensa acusaba de apéndice obsecuente
del Poder Ejecutivo, la prédica fue calando entre estudiantes izquierdistas y
militares industrialistas. Se sumó, evitable, innecesario, el conflicto con la
Iglesia. Reconocidos ateos militantes desfilaban el día de Corpus Christi
portando cirios y rosarios. El golpe encontró su jefe en Lonardi, general del
sector nacionalista católico. También él dijo “ni vencedores ni vencidos”, y
sugirió que se mantendría lo bueno y se corregiría lo malo, que limitaría un
poco el poder sindical, pero sólo lo justo y necesario. Que sobre todo se
combatiría la corrupción, la demagogia y el personalismo del líder. Un
peronismo sin Perón, amplio y moderado.
Lonardi
duró tres meses y lo echaron. Valle y varios de sus seguidores fueron fusilados
junto a obreros peronistas menos de un año después. El resto es silencio, decía Hamlet en la escena final plagada de
cadáveres.
Frondizi
intentó su propio camino del medio. Como esos acróbatas chinos que hacen girar
platos sobre varillas, varios a un tiempo, así quiso Don Arturo hablar con
todos a la vez. Terminó él mismo por el suelo, y como al Humpty Dumpty del
cuento, nadie pudo ponerlo otra vez en su sitio.
Si en
1955 el divisionismo tuvo aires ultramontanos, en el ’74 se presentará con rostro
jacobino. Montoneros, con su ambición torpe y urgente, su militarismo, su
provocación armada y sus desatinos políticos, habilitó una nueva fractura que dio
pretexto y coartada a la reacción.
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El pueblo nunca
se equivoca es una consigna que supo ser
exhibida como un ancho de espadas para clausurar discusiones. Hubo tiempos en
que el peronismo la tenía como última
ratio o tribunal de alzada de la historia. El pueblo era peronista, y si se
lo dejaba hablar en las urnas, las urnas hablarían en favor del peronismo. El
triunfo de Alfonsín del ’83 llenó de perplejidad a quienes creíamos en aquella
equivalencia entre pueblo, peronismo y masas populares. No faltó quien cayera
en descalificar el resultado de las urnas con los mismos argumentos que durante
décadas habían usado los gorilas. Las masas se habían equivocado al votar al
radical, como ahora se habrían equivocado al votar a Macri. “Las mayorías se equivocan, los pueblos se
confunden, los nazis llegaron ganando elecciones de manera abrumadora”,
dicen con cierta falta de rigor histórico gentes que promueven gobernar desde
las minorías.
La frase
parece traducción del vox populi, vox
dei, pero no es igual. Al decir que el
pueblo nunca se equivoca no estamos negando que los pueblos puedan equivocarse,
sino que estamos atando nuestro destino a la voluntad de las mayorías. Los
pueblos pueden equivocarse, sí, pero sólo ellos, en su muchedumbre innúmera,
pueden decidir su destino. Ninguna minoría debe tutelarlos, ni siquiera la
nuestra. Si estamos en disidencia con la mayoría, el remedio no es sustituirla
por nuestra propia minoría, sino -desde esta transitoria minoría- forjar los
consensos favorables y volverlos mayoritarios.
Tanteando
los caminos de la historia, el pueblo puede equivocarse. Pero defendiendo su
interés mezquino y su ambición rapaz, la oligarquía nunca se equivoca.
Cada
tanto mucho argentino desorientado cree en su redención, compra sus odios y les
hace de masa de maniobras por un tiempo. Funestas consecuencias tienen siempre
la ingenuidad y la traición. Porque cuando la oligarquía recupera sus
privilegios se desentiende de ingenuos y traidores, se acaban los cantos de
sirena y se muestra su rostro verdadero, eterno, repugnante y cruel.
Rostro
que se ocultó bajo la máscara amable de CAMBIEMOS, disfraz electoral para ganar,
pleno de sonrisas. Esa misma sonrisa amable que prodigan ahora las segundas
marcas del mismo franquiciante oligárquico.
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