Honestos y liberales
Honestos y liberales
marzo
2017
Hace 165 años, tras la batalla de Caseros, marchaba al exilio
para no volver Juan Manuel de Rosas. Su figura ha sido parte aguas y fuente
inagotable de discusiones. Excede estas líneas siquiera reseñarlas.
Sus críticos -los verdaderos vencedores de Caseros, los que
se hicieron de la victoria en Pavón- se presentaron a sí mismos como paladines
de la libertad, impulso de la civilización, pilares de la república. Y los
herederos de aquellos vencedores impusieron esas valoraciones como un dogma, un
“Alcorán que es de ley aceptar, creer,
profesar, so pena de excomunión por el crimen de barbarie y caudillaje”, en palabras de
Alberdi.
Rosas fue entonces un monstruo execrable del que había que
abominar, y nadie podía aspirar a un lugar en la vida pública si no presentaba
sus renovadas credenciales de odio al tirano. Ni siquiera era posible su
reivindicación o condena parcial, porque se pasaba automáticamente al bando
mazorquero.
No viene a cuento que el contexto permitiera entender muchas
cosas, ni que Rosas haya cometido errores. Quiero reflexionar sobre dos aspectos.
El primero es que los críticos de Rosas no eran superiores a él,
no ya en la defensa de la soberanía nacional -donde está claro que no-, ni en
la cuestión de las rentas de aduana o las autonomías provinciales, sino siquiera
en su fementido credo liberal.
¿Practicaron su doctrina, hicieron lo que decían? ¿Fueron
mejores en lo que hace a violencia política, perseguir por ideas, perpetrar
matanzas y crueldades? ¿Fueron más republicanos, hicieron funcionar las
instituciones, dieron lugar a la opinión ciudadana y hubo elecciones sin fraude
(esa iniquidad convertida en sistema, según el propio Mitre)? ¿Cuidaron la
hacienda pública más que El Restaurador? La respuesta negativa es categórica en
todo.
El segundo es cómo, entonces, fueron por décadas puestos como
ejemplo cívico, gloria y loor de honestidad y virtud republicana.
Los vencedores de Rosas falsificaron la historia y forjaron
un discurso que sostuvieron por la prensa, la única prensa, su prensa. Y luego
lo volcaron sobre un vasto contingente de inmigrantes, que no sabían qué había
pasado y con los que se buscó sustituir o debilitar al gaucho federal; y lo
remacharon sobre sus hijos a través del sistema de enseñanza pública. Sistema
de enseñanza pública que tuvo sus méritos, pero no el de la verdad histórica ni
el pluralismo.
Se identificó a Rosas como la esencia de crueldad y de
barbarie, y se llevó el faccioso panfleto partidario a doctrina nacional. Se
consagraron como ciertas mentiras elaboradas por encargo, y se las repitió
aunque sus autores confesaron que eran calumnias volcadas en la lucha
partidista. Periodismo de guerra, dirían hoy.
La construcción de la “nefanda noche de la tiranía” y del Rosas
monstruo de quien “ni el polvo de tus huesos la América tendrá” fue necesaria
para la legitimación de aquellos déspotas que vendieron el país. Forjada,
instalada y aceptada la mentira, ser liberal, honesto, republicano y
progresista requería una sola condición: aceptar la leyenda, suscribir la
condena. Peculado, fraude y todo tipo de crímenes, violencia y sumisión al
extranjero no afectaban la virtud del hombre público. Alcanzaba con repudiar al
Restaurador.
Y no fue
sólo una actitud de entrecasa. Volviendo a Alberdi “la guerra al Estado Oriental y al
Paraguay, viene a ser una necesidad de política interior; para justificar una
guerra al mejor gobierno que haya tenido el Paraguay, era necesario encontrar
abominables y monstruosos esos dos gobiernos; y López y Berro han sido víctimas
de la lógica del crimen de sus adversarios”.
Cantaba
Yupanqui que “en esos tiempos pasaban / cosas que no pasan ya”.
Pero
aquella fábrica de falsos liberales por “oposición al hecho despótico” vive
hoy una de sus periódicas remakes. Como vendedores de pasado en copa
nueva, un cardumen de periodistas, jueces y fiscales facciosos instaura y
sostiene un ogro renovado de autoritarismo, demagogia y corrupción.
Y
salen a evangelizarnos unos predicadores cívicos de muy pobres antecedentes
republicanos, y a desfilar -por mesas con lucecitas montadas para escena-
honestos cuya honestidad se constituye meramente en la denuncia.
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