Maestras eran las de antes.
Maestras eran las de
antes.
«Maestras eran las de antes». Se trata de un lugar común cargado a
veces de nostalgia, y otras de interés por desprestigiar la educación pública,
para quitarle fondos e ir privatizando el sistema educativo.
Padres; abuelo y abuelas; tía; hermanos,
hermanas, cuñadas, padres y tíos de mis abuelos, en mi familia muchos
ejercieron la docencia en distintos niveles. El entorno familiar y de amistades
ha sido pródigo en maestros, profesores y directoras de escuelas. Guardo yo
mismo un recuerdo muy bueno y respetuoso de mis maestras de primaria. Muchas de
ellas habían sido alumnas de mi abuelo en la Escuela Normal de Paraná,
institución que ha proyectado su influjo en la ciudad desde fines del siglo
XIX.
Tardé mucho en cuestionar la sabiduría
infinita e inapelable de las maestras, y siempre desde casa se reafirmaba la
autoridad docente.
Uno aprendía castellano y matemática, y
el resto era complemento. Aquella escuela funcionaba bien para todo el mundo, y
tenía el encanto de mezclar clases sociales, que tampoco se separaban tanto
geográficamente.
Visto con la distancia que dan los años,
no afirmaría que hayan sido tan buenos pedagogos, pero sí que el docente tenía
prestigio, era respetado y se valoraba su tarea. Se la remuneraba bien. Al
menos tan bien como para que se sintiera reconocido y no se le ocurriera
reclamar aumento. A principios de los ’70 había quienes discutían, en la
Asociación del Magisterio, que llamar a una huelga carecía de sentido porque
aquella asociación no era un sindicato. Se pensaba la docencia como un
apostolado, como algo mucho más elevado moralmente que un empleo. Debió pasar
mucha agua bajo el puente y darse muchas discusiones hasta que se pudo hablar
de trabajadores de la educación.
Remedando a Vargas Llosa, ¿cuándo se
jodió, entonces, la docencia?
Aquella gente empezó a cuestionarse
cuando Onganía atropelló la educación, y hubo huelgas importantes cuando el
tercer gobierno peronista. Allí se mezclaron valoraciones diferentes, desde
posicionamientos político-gremiales desde la izquierda contra el gobierno,
rechazos desde el antiperonismo clásico de derecha, y el deterioro económico.
Mientras el clima político se enrarecía y caía como balde de agua fría el
rodrigazo, licuando el valor del salario, el conflicto se extendió, pero quedó
rápidamente sepultado por la clausura dictatorial.
Pero al mismo tiempo, como en un viejo
sketch de aquella época, podríamos decir que a la docencia la mató la TV a
color.
El sistema creado por la ley 1420 tuvo
sus luces y sus sombras. Uno de sus grandes aciertos fue fomentar la
alfabetización, tanto de los criollos pobres como de los enormes contingentes
migratorios. A diferencia de otras oligarquías latinoamericanas, la nuestra, al
calor del positivismo de moda, instauró este sistema que benefició a las
multitudes. Había en aquellos hombres de la generación del ‘80 una gran
convicción en que su triunfo sobre la barbarie federal era definitivo, que la
ilustración aseguraría la preeminencia de la clase principal de la sociedad y
proveería a la colonia de mano de obra culta y preparada. La escuela primaria
alfabetizaba, y eso era bueno para las masas, pero al mismo tiempo era bueno
para las élites, ya que se convertía en un dispositivo de control social, de
adoctrinamiento político, un aparato ideológico del estado de aquellos de que
hablaba Althusser.
El gasto en maestros se justificaba por
esa misión, que impediría resurgir a la hidra de mil cabezas de la demagogia y
los caudillos. Esa clase media bien pagada, reconocida como pilar del régimen,
tenía su bien ganado prestigio, prestigio muy necesario para poder establecer
su prédica eficazmente. Un poco como la Iglesia Católica que bien pinta Gramsci
en Italia.
Buen sueldo y prestigio social para los
miembros de una red de control social extendida, formada y uniformada
nacionalmente desde las Escuelas Normales, y desplegada en las provincias.
Los medios masivos de comunicación y
sobre todo la televisión, la televisión a color, la televisión de emisión
continua de muchos canales, impactó en la docencia. Impactó porque la
autoridad, antes unificada, como en la Trinidad, se fragmentó. Si la iglesia,
la escuela y la familia formaban de un mismo modo y sin tribunal de apelación
alguno ni disidencia posible, ahora su autoridad ya no es plena, pues hay
saberes que circulan por tv y se entrometen en la casa. Sobre sexo, moral,
geografía, historia y manera de hablar, el chico tiene muchos canales para
enterarse de ciertas cosas, y por eso la autoridad no puede sostenerse sólo en
transmitir información. La autoridad se debe construir y sostener con otros
recursos, nuevos y mejores.
Por otra parte, el régimen cuenta con un
mecanismo de control ideológico mucho más potente, uniforme y cómodo de
manipular. Unos cuantos periodistas pasarán a contar con el prestigio
consagratorio, necesario para pontificar y serán también investidos con el óleo
sagrado de la neutralidad aparente, buena coartada para el contrabando
doctrinario. Además esta nueva red resulta más barata. Mientras que un maestro
construye durante un año una relación con treinta alumnos, un buen
propagandista tiene una llegada a miles y miles de televidentes o escuchas. En
términos económicos, el sueldo de un traficante de ideas televisivo es veinte,
treinta y hasta cien veces el de un docente, pero su impacto resulta miles de
veces mayor. Para cierta racionalidad productiva un majul conviene más que cien
mil maestros.
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