Partidos políticos, modernidad y futuro


Partidos políticos, modernidad y futuro
Una comedia divina
Leo comentarios políticos criticando a Del Sel por los personajes grotescos que representa o por mezclar su profesión en los actos haciendo payasadas. Menospreciarlo por eso es una actitud equivocada. Ser comediante no es menos digno que ser profesor de geografía, obrero metalúrgico, productor agropecuario, empleado de oficina o farmacéutico. Descargar de aquel modo enojo o impotencia puede paliar ansiedades, pero no representa un diagnóstico certero ni una actitud conducente.
Del Sel da nueva y eficaz encarnadura a la coalición menemista de los años '90, variante particularizada en la Argentina del neo-conservadorismo de Reagan y Tatcher. Se trata de una combinación desplegada a principios de los '80 en la que el gran capital buscó apoyos populares para desarticular el avance de las clases medias, los trabajadores sindicalizados y el estado del bienestar. Pequeñas migajas para muchos cuestan menos plata que mantener la alianza con clases medias y obreros organizados, alianza que tenía sentido para frenar al comunismo tras la guerra.
La ideología individualista, la ilusión consumista y la apología del voluntarismo cuentapropista refuerzan el rediseño.
Fujimori, Collor de Melo y Berlusconi fueron réplicas aumentadas del experimento de Reagan. Si en el caso de éste los republicanos entronizaron una figura del espectáculo puenteando el escalafón partidario, aquéllos fueron la construcción desde afuera de los partidos, desde las estructuras empresarias y de medios de difusión.
Menem dotó de -saludables- estética y tintes plebeyos aquella coalición. En Santa Fe tuvo, paradójicamente, un dirigente como Reutemann que combinó prestigio ganado en su actividad deportiva -un deporte caro como el automovilismo- con estética y austeridad chacarera.
Con el cambio de sentido que Duhalde y fundamentalmente los Kirchner dieron al peronismo aquella coalición entró en crisis. Muniagurria de inmediato y luego un creciente goteo de dirigentes fueron pasando a la nueva expresión de la coalición conservadora encarnada en Macri.
Al perder el peronismo la gobernación de de Santa Fe, se aceleró esa tendencia, ya que aún con divisiones y diferencias la idea de ser o recuperar el gobierno significaba un aliciente en el PJ para mantener unidos agrupamientos contradictorios y aún contrarios.
Del Sel sirve muy bien a ese conglomerado conservador al servicio de los ricos, con la ventaja de ser un personaje de popularidad amplia y modales desacartonados, poco intelectuales, 'cualunquistas'.
No se lo puede acusar de impostado puesto que él ya era así cuando lo convocaron. Lo que molesta a cierta parte de sus votantes por zafado y guarango, lo compensa su efectividad como herramienta electoral en amplios sectores humildes. Su discurso de meros lugares comunes y su propuesta de buenas ondas alcanzan para las elecciones y sobran. Al principio, mucha clase media con pretensiones culturales no confiesa su adhesión, y lo vota con vergüenza. Ante el mal gobierno socialista y la distancia ideológica con el núcleo del gobierno kirchnerista, Miguel Del Sel se constituye en opción atractiva.
Para muchos dirigentes oportunistas de todos los partidos significa una posibilidad de vecinalizarse, desideologizarse apelando al 'sentido común' (no confundir con buen sentido) y transitar estas elecciones tras un dirigente exitoso que les permita mantener sus cargos locales. Bajo el disfraz de 'no política' se le ven las patas a unas sotas que encarnan lo peorcito de las prácticas que ese mismo electorado cree repudiar.
La idea de que quien tiene plata no va a robar es una idea tan ridícula que ni el peor cine de Hollywood la sostiene. Que el Macrismo represente honestidad y transparencia es un acto de fe que no resiste razonamiento.
Sus antecedentes previos a las elecciones de 2015 ya significaban un alerta. Espionaje ilegal, negocios en el estado, mala gestión porteña eran hechos concretos disfrazados y ocultados con frases amables. Debemos reorientar el debate con otros ejes. Un  año de gobierno ya responde a las preguntas que no logramos instalar suficientemente en el debate electoral.
¿Qué harían para que los trabajadores paguen menos ganancias sino congelar o bajar sueldos? ¿No volverían a endeudar al país para beneficio de sus empresas, no reducirían salarios, no aumentarían tarifas, como ya habían hecho con el subte? ¿No avanzarían contra las conquistas jubilatorias y la asignación universal? Que hablen y expliquen por qué les parece una inversión inútil la empresa ARSAT y poner en órbita un satélite argentino. Que hablen de Inglaterra y Malvinas, que expliquen qué pasa con la ley de medios, qué con los juicios a los represores del proceso.
Cuando el candidato del PRO se descontroló hablando de trata de mujeres y de limitar a la prensa ya pudimos atisbar, bajo la máscara risueña del comediante, el rostro amargo de quienes buscan hacer retroceder a la clase media y a los humildes a los niveles de 2001.
El gran elector
El uso y abuso de la frase “gran elector” para interpretar y construir sentidos sobre la política santafesina ha devenido lugar común, y a fuerza de repetido, difumina su significado. A su diseminación contribuyeron ciertos exégetas del silente gobernador Reutemann, a quien situaban, con ese galardón, por sobre el resto de los ciudadanos, militantes y dirigentes.
La metáfora está lejos de inscribirse en la tradición democrática y plebeya del peronismo. Su discreto encanto polisémico y cierta ambigüedad espectral pueden tener su utilidad para titular notas o exhibir sibilina sabiduría, pero encierran el riesgo de desagradables confusiones. ¿Qué significa, qué se quiere decir con eso, de dónde viene?
A primera vista parece remitir a una figura política prominente, que garantiza por sí sola el triunfo electoral de un partido. Si así fuera, el buen castellano propondría usar el más común “candidato”. “Es buen o mal candidato”, dirían las viejas; o bien, “es el gran candidato”.
Pero no, porque agregando conceptos sobre tan unidimensional palabreja, el “gran elector” nos sugiere que aquella figura prominente merece ser consagrada como autoridad máxima no sujeta a ratificación ni cuestionamiento, con privilegios y prerrogativas exclusivas. La autoridad, como la gracia, es discrecional y absoluta, se desprende de ella, se derrama sobre sus seguidores y organiza al partido.
No las ideas ni las lealtades forjadas en la militancia y la defensa de esas ideas, sino la autoridad delegada por esa figura cuyo mérito es llevar el partido al triunfo electoral, aunque no se sepa para hacer qué, ni gobernar con quiénes ni para quiénes.
Podrá argüirse que es sólo un cambio de palabra, que el “gran conductor” de la marchita es re-nombrado como el “gran elector” en tiempos marchitos. El uso del término tendría que ver con sólo un pequeño desplazamiento nominal para consagrar al interior de la coalición peronista la idea de una primacía del referente, del caudillo, del conductor, como había sido Perón.
Me permito sospechar que no.
La figura del elector remite a la de los príncipes del Sacro Imperio Romano Germánico. Los nobles principales elegían al emperador, que era consagrado por el Papa. El gran elector fue el de Brandeburgo, nunca supe si por adulación de sus seguidores, o porque alguien le atribuía más poder que a los otros príncipes y duques. De todos modos es un concepto monárquico. De una monarquía ya no tribal, pero todavía no absoluta; de una monarquía todavía no hereditaria, en la que muy pocos príncipes elegían al emperador.
A la coalición reutemanista, hablar de “gran elector” en vez de decir “conductor” le venía muy bien, ya que le quitaba una pátina de peronismo-peronista, de peronismo-militante, de peronismo-político. Le daba un toque aristocratizante, apolítico y tecnocrático muy a tono de las modas de los años 90, de la alianza con la UCD y de su gobierno a favor de los poderes establecidos. Facilitaba su ascendiente sobre una clase media refractaria al peronismo y su historia. Además -y quizás sobre todo- rehuía de todo compromiso como el que se establece entre el caudillo y sus seguidores en el concepto de Alberdi; o entre el conductor y sus conducidos que explica Perón en “Conducción Política”. Ese sistema de conducción resultó muy funcional durante la travesía de los ’90, en que la ley de lemas centrifugó militancias y en que la dirigencia despreció la organización. Si la cercanía al gran elector es la polea de transmisión del poder y del prestigio, la obsecuencia deviene más rendidora que el vínculo orgánico y comprometido del dirigente con la sociedad.
Ese modelo organizativo se derritió expuesto al calorcito kirchnerista, y fue a la derrota ante el socialismo en 2007 por negarse a dar cuenta del surgimiento de la reconstrucción militante bajo el amparo del gobierno de Néstor. Ese modo de entender, organizar y explicar al peronismo se desorientó o salió corriendo tras las patronales agropecuarias en 2009, mientras una enorme militancia juvenil se sumaba en defensa del gobierno de Cristina Fernández. Hubo dirigentes que de tan correctos se ocultaron para cuidar su imagen, antes que cuidar a su gobierno. O que optaron por el silencio, para no arriesgar ideas o para no pagar costos por defenderlas.
No necesitamos electores, o sea un reducido número de príncipes que elijan por nosotros. Mucho menos necesitamos un gran elector. Necesitamos dirigentes decididos a comprometerse con una sociedad militantemente defensora de más y mejores derechos; a construir colectivamente una fuerza política capaz de generar propuestas serias y consensos amplios para gobernar con justicia y garantizar libertades. Un dirigente político no es -no es sólo, no es principalmente, no debe ser- su individualidad estricta y sus charlas privadas. Un dirigente no es su frase del día ni un titular logrado en los diarios. Un dirigente es su individualidad de hoy como resultante de una historia de la que ha de poder dar cuenta; es su capacidad de sugerir y garantizar futuros a los demás; y es la trama de sus relaciones y su discurso –público- que lo condicionan, determinan y explican.
Un partido moderno ha de cuidar tanto que sus mejores dirigentes traduzcan su prestigio a potencialidad electoral; como que sus buenos candidatos sean dirigentes comprometidos con la construcción cotidiana de una organización y con lealtades a su ideario. Debemos evitar que, por nombrar las cosas como no se debe ni corresponde, las malas palabras hagan pervivir metodologías a contrapelo de nuestras convicciones. Hay que evitar que modos equivocados ayuden, como dice Silvio Rodríguez, a eternizar dioses del ocaso vendiendo pasado en copa nueva.
Barco quieto, vientos y otoño
Dicen que cualquier viento le viene bien a quien no sabe hacia dónde quiere navegar.
Las transacciones  sociales y los intercambios de servicios y bienes de la sociedad moderna implican aceptar pequeños acuerdos tácitos, otorgarse confianzas y validar certidumbres establecidas. Eso vale también –o tendría que valer- para los partidos políticos
El hecho intrascendente y cotidiano de tomar un tren nos parece natural, naturalidad que se ve alterada cuando cambian las señales que ordenan la estación, o viajamos a un país donde esas indicaciones difieren un poco de las que nos resultan habituales. Si imaginamos qué sentiría y cómo se comportaría en Atocha un castellano del siglo XI, o en Retiro un culto inca del Cusco, veremos frágil aquella naturalidad. Las deducciones del agudo Sherlock Holmes para resolver sus enigmas se sostienen en buena parte sobre la puntillosa puntualidad del telégrafo y los ferrocarriles ingleses de fines del siglo XIX.
Tomar un colectivo lo mismo. Saludamos al conductor sin dudar que nos llevará,  por un camino acordado, hacia nuestro destino.
Al comienzo de “Un Otoño en Pekín”, Boris Vian nos cuenta que Amadis Dudu, su protagonista, se levanta como todos los días en lo que parece un suburbio de París. Como todos los días se encamina a la parada del ómnibus 975, pero se le escapa por segundos el del horario que toma rutinariamente. Apurado por llegar al trabajo va perdiendo los que siguen, impedido por pasajeros, choferes e inspectores enloquecidos que lo empujan y destratan. Como su apuro por llegar va creciendo, apenas ve pasar otro 975 lo para y se sube, saluda al simpático chofer y se acomoda en los asientos. Pero el coche hace el recorrido en sentido contrario y termina en la parada de comienzo de línea. Se confía al chofer, que arranca con rumbo incierto. Las cosas terminan de desviarse, el chofer está loco, lo mismo que los pasajeros, y termina llegando al desierto de Exopotamia, del que no puede salir y donde queda atrapado en medio de historias absurdas.
Les puede pasar a todos, por lo que conviene evitar la tentación por el atajo salvador, o subirse a un colectivo y no mirar a dónde va. Le ha pasado al peronismo, apurado a veces por ganar sin saber qué, y le pasa al radicalismo, que va de furgón de cola del tren fantasma.


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