Prometeo en el planeta de los simios
Prometeo
en el planeta de los simios
Ernesto Sábato decía que un déficit de nuestras
carreras de ciencias exactas e ingeniería es no tener en sus programas
epistemología e historia de la ciencia.
A veces nos falta la reflexión epistemológica y uno
termina haciendo ciencia sin saber por qué ni para quién, y eso permite que
muchos de nuestros recursos humanos sean captados con facilidad por cualquiera
para cualquier cosa.
Dicen que una de las grandes
ventajas de Occidente es haber forjado un sistema de indagación científica
libre de tutelas o burocracias políticas, religiosas y aún comerciales o
económicas. Una red de científicos y estudiosos que compartían conocimientos,
escribiendo primero en latín como lengua franca de la élite técnica, y luego
mediante distintos modos de articulación. Conocimientos que se libraron primero
de la sujeción de la antigua red de intercambio que fue la Iglesia Católica, y
que resistieron luego las pretensiones de parcelamiento que tuvieron
nacionalismos y regímenes autoritarios. La carrera nuclear fue una de las
últimas etapas donde la razón científica huía del mal y se desplazaba buscando
tierras de libertad para cultivar libremente la indagación sobre la esencia del
universo. Hiroshima y Nagasaki cancelaron una etapa, con las reflexiones
pesarosas de Einstein.
El
Planeta de los Simios –la novela y la primera película, la buena- surgen
en el clima posterior, el de la guerra fría, el del ocaso de la profecía de una
ciencia que solucionaría los dilemas morales y terminaría con las injusticias
sociales. El debate sobre la tutela de la búsqueda de la verdad, la sujeción de
la ciencia a la moral, se restablece. Ya no como dogma religioso, sino como
contemporánea indagación a mitad de camino entre el mito y el arte.
Los libros que consagraron
a Isaac Asimov, Yo robot y Fundación, son de aquel período y están
impregnadas de él. En el último cuento de la primera, las máquinas salvan a la
humanidad de la hecatombe nuclear, aunque a costa de hacerse cargo de su
destino. Recordando La parábola del
inquisidor de Dostoievski, pero
con la benevolencia de que no sepan de su tutela. En la segunda, la ventaja de
la Fundación reside en el monopolio de la tecnología atómica, y de usarlo para la
política y la guerra.
Ese debate no anula sino
que engloba otros, como el de la ciencia en los países subordinados, pobres y
periféricos. ¿Ciencia básica o aplicada? ¿Indagación científica orientada o
librada a la curiosidad del investigador? ¿Inversión en I+D estatal o de las
empresas privadas?
A finales de la dictadura
se discutía en sordina en nuestra facultad sobre las fronteras entre la ciencia
básica y la ciencia aplicada. Desde el ideologismo político nac&pop
cuestionábamos el ideologismo científico de los que se dedicaban a la ciencia
básica, y entre ellos a compañeros que estudiaban métodos de cálculo numérico
muy en boga por entonces, sin ninguna utilidad práctica a la vista, que eran
fraternalmente financiados desde un país que ha sido faro de libertad y de la
igualdad. Años después supimos que lo que aquí era ciencia básica de frontera,
resultaba muy útil allá a cierta empresa de armamentos muy sofisticados.
Una fórmula de equilibrio,
practicada durante la orgía populista, fue orientar estatalmente preservando
lugar para una cuota de curiosidad del investigador.
Yo creo que hay que tener
menos culpa para orientar la investigación científica. Porque el científico
tiene partes del día en que no es científico, y partes de su cabeza que
funcionan como hombre común. Y -como hasta el
gaucho más alvertido- puede ser orientado no por nuestra decisión estatal
pública sino por algunos sistemas estatales internacionales muy aceitados con
algunos sistemas de compañías comerciales multinacionales con muchos recursos.
Debemos ser cuidadosos de no ahogar ninguna indagación científica básica y a la
vez poder orientar correctamente los esfuerzos de esa indagación científica
para nuestro desarrollo material y cultural.
En los simposios menos
cipayos sobre el tema suele pedirse que nuestros gobernantes tengan confianza
en las capacidades de nuestros investigadores. El INVAP es correctamente puesto
de ejemplo. Han enfrentado desafíos y no han fracasado, habrán tardado un
poquito más, habrá salido un poquito más caro, pero han logrado sus objetivos.
Pienso sin embargo que además de confianza en la capacidad de nuestros
investigadores, nuestros gobernantes deben tener voluntad de construir nuestra
autonomía estratégica. Porque hay gobernantes cuya deserción no obedece a que
no tengan confianza en las capacidades científicas, sino que carecen de
voluntad para construir un destino nacional propio. Y por otra parte, y muy
ligado, porque es necesario preservarse de la lógica del proveedor tecnológico.
Es catastrófico que el comprador funcione exclusivamente con la lógica del
vendedor, que suele tener excelentes armas –no sólo metafóricamente hablando-
para seducirnos.
Lo mejor
que he leído sobre todo esto es El fin
del pleistoceno (en inglés What we
did to father). Con humor y con arte, contando la vida de una familia de
hombres mono Roy Lewis resume un millón de años. El padre del narrador descubre
cómo manejar el fuego y dan un salto tecnológico enorme. Empiezan un camino
evolutivo acelerado y sin retorno, impulsan el arte de la cocina y de la
pintura, la medicina y las armas. Forjan instituciones como la exogamia y la
diplomacia. Y son atravesados por dos dilemas. ¿Hasta dónde forzar la
naturaleza, cuál es el límite responsable? Volvamos a los árboles, postula uno
de los tíos. ¿Debe compartirse la tecnología con otras familias de hombres
mono? ¿Hay que darles calor sin darles el fuego, y obtener a cambio su trabajo
y servidumbre? Compartirla generosamente nos obliga a superarnos si queremos
mantener la delantera, a ser mejores y liderar la evolución, postula el padre.
No queda
claro si resuelven o suprimen el problema, pero
para afrontar el desafío los hijos pergeñan nuevas instituciones como la
sucesión política, el parricidio, el canibalismo y la religión.
La historia evoca en algo,
y entre muchas otras cosas, el más simpático de los mitos griegos, el de
Prometeo, que roba el fuego del Olimpo para dárselo a los hombres. Cruelmente
castigado -peor que Sísifo- es encadenado a una roca panza arriba, donde un
buitre le picotea y desgarra las entrañas durante todo el día. De noche las
entrañas se regeneran, para que al retornar el día vuelva el buitre a
comérselas. Castigo implacable y eterno por dar al hombre una herramienta que
no debía poseer. Prometeo es el dios de la transferencia tecnológica.
Muy bueno
ResponderEliminar