una falacia milenaria
una falacia
milenaria
La oposición entre democracia y república es un viejo y remanido tópico literario. De esencia oligárquica y
con pretensión aristocratizante, luce inspirada
en Plutarco y refinada en Shakespeare, pero es siempre la misma y trillada cantinela.
En vez de sostener que la democracia puede
y debe mejorarse adquiriendo institucionalidad
y sosteniendo formas, plantean sostener la república elitista exterminando a
los tribunos de la plebe, bajo sospecha de populismo e instigación del crimen de caudillaje.
No falta en la cadena privada de medios de propaganda el periodista
militante que busca embellecer suicidios de
cívicos y moralizadores.
Traen y agregan entonces el recuerdo de Catón el Joven, que tras la
batalla de Tapso no quiere pedir ni aceptar el perdón. En prevención de las
intenciones “bien probables” de Julio César se suicida “de manera espantosa”. Se
arroja sobre su espada pero llega uno de sus esclavos, llama al médico y le
salvan la vida. Apenas recuperada su conciencia Catón aprovecha un descuido, se
quita las vendas y se arranca las vísceras. No quiere humillarse ante los
vencedores ni recibir su gracia (el modo espantoso que describe Plutarco nos
recuerda al Polanski de “El inquilino”, que se arroja recurrentemente al vacío desde el
tercer piso).
Para esta visión superficial e interesada el suicidio se vincula a las intenciones de César, y no a la
larga guerra civil ni las
sucesivas derrotas del partido de
Catón, partido conservador que
sus buenas crueldades venía
prodigando por generaciones. El
propio Catón, junto a Cicerón, había reprimido antes que se manifestase la
“Conjura de Catilina”, por las dudas.
Años después ese mismo partido conservador
duda de las intenciones de César. Aunque este lo rechaza tres veces, sospechan
que puede abusar del poder e
intentar coronarse emperador. Ante semejante posibilidad lo cosen a puñaladas a
traición. No en defensa de sus
privilegios, claro, sino para salvar la república.
Notable hecho cívico: asesinar al más popular de los romanos en el
propio Senado, convertido en
altar sacrificial.
Así se incuban y se justifican los golpes, con vestales de las
buenas costumbres y plumíferos que invocan “la hora de la espada” y el puñal de
los asesinos.
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